Tipo siete de la tarde de un
sábado del 2010 le abro la puerta a Daniel. Nos juntamos a tomar algo y
charlar, como habíamos quedado. Le ofrezco cerveza, y destapo una Imperial tres
cuartos, “la mejor que existe”, declaro terminante. Cuando pasa más o menos una
hora, pasamos a la cocina a picar algo, y de pronto, le empiezo a pedir a mi
cuerpo que deje de tomar alcohol. Le explico a Daniel, que ya no sé que hacer.
Me siento lleno de líquido, la cabeza pesada, los brazos dormidos y con poco
hambre. Amplío y le cuento que cuando me pasa esto por lo general me agarra un
ataque de dulce. Pero igual las ansias de salado son mayores. Menos frecuentes,
pero mayores. Pero ese no era el día. Le cuento que lo de beber casi no puedo
controlarlo, y le explico que el casi es porque me doy cuenta de la frecuencia
progresiva con la que subió el consumo. Y ahora ya no sé que hacer. Llegan las
siete de la tarde y me aburro si no tomo algo. Y a veces el aburrimiento llega
antes. Incluso algunos días al mediodía. Primero, le digo, era el estereotipo:
los domingos a las siete me aburría. Ahora es de lunes a sábado. Los domingos
el cuerpo descansa, salvo que el lunes sea feriado. Mis pensamientos son los
siguientes: ¿Por qué sí tomar un domingo que el lunes es feriado y un domingo
normal no? ¿Por qué el cuerpo se repugna menos si mañana es feriado? Esos
parámetros, creo, son los que me dan la pauta de que algo no está bien.
La cosa es que no doy más, le
digo. Un whisky ya no me hace nada. Y lo más llamativo es que mi vida funciona
bien así. Mi trabajo, mis pensamientos, mi cotidianeidad funcionan bien así. Al
menos de eso me estoy convenciendo. Le cuento que la gente que está a mi lado
ya no me dice nada de mi aliento. Supongo que por temor a que me enoje. No
tengo reacciones violentas, nunca las tuve. Creo. Pero no me gusta que me
molesten. Y para mí, que alguien me diga que tome menos o que tengo olor a
alcohol, es una molestia insoportable. Alguién me hizo ver una vez que si yo
soy eso, esta bien de cualquier manera. Fue en un show de los Ratones
Paranoicos. Le pedí un chicle a un conocido antes de irme a mi casa porque
tenía olor a vino. Y la respuesta que conseguí fue una pregunta: ¿te da
vergüenza tener olor a vino? El cuestionamiento no surgió de alguien que
tomaba, pero sí de alguien que se hacía cargo de lo que era. Y este proceso de
reconocimiento de lo que soy, básicamente un proyecto de alcohólico conciente,
no me duele, pero me pone en duda varias cosas. Me hace más inseguro. La
inseguridad pasa por no saber qué elegir. “O el alcohol o las otras cosas”. La
elección pasa, porque a este ritmo, no queda otra que llegar a eso. Y bien sé
que tengo que elegir antes de que sea tarde, y que mi cuerpo elija por mí. En
este sentido, mi mente ya no tiene secretos. Sé muy bien que no esta nada bien.
Sin embargo, sigo tomando. Y todo
lo pienso en relación al alcohol. Las canciones, los shows, las comidas y
salidas familiares, las películas, las reuniones con amigos. La panza, la panza
me hace un ruido increíble. Pequeños truenos permanentes. Andá a saber que
carajo pasa por ahí. Y estoy preocupado por no tener el hígado graso, así no
tengo que dejar de tomar. Bueno, el tema [es] que ese día de reflexión/confesión
con Daniel, por ahí andaban las canciones. Cada vez que comenzaba con unos
tragos, era por alguna canción. O al menos esa era la excusa. Muchas veces las
excusas eran logros deportivos. Pero últimamente mis equipos no andaban bien. Y
ahí estaban entonces las canciones. Esa semana que me junté con Daniel se me
había metido en la cabeza una canción de Sandro que grabaron Los Fabulosos
Cadillacs; esa que dice “por ese palpitar…” Y con los violines de esa canción
me daban ganas de chupar. Y después de todo lo que veníamos chupando, me tomé
un whisky. Qué lindo. Lo saboreaba. Hacía sonar los hielos. Miraba la botella.
La estudiaba, leía las proporciones del contenido y la descendencia de los
creadores del Jim Beam etiqueta negra. En la parte del estribillo, cuando dice
“tus labios de rubí” cerraba los ojos con la cabeza hacia arriba, como mirando
el techo, con los labios apretados y el brazo izquierdo hacia delante,
sujetando bien el vaso. Parecía gritar un gol en silencio. Después lo miraba a
Daniel, y le decía “qué temazo”. Y sí, en esas circunstancias, la canción era
linda. Después de la quinta escucha consecutiva, había dejado el whisky y
pasado al Gin Tonic, porque creo que no me cae tan mal. Y le pegué ‘Soul
Kitchen’ de los Doors. Nada. No pasó nada. Tranquilo escuchaba, parecía pensar,
y en ese pensamiento siguió el disco entero de los Doors.
Cuando terminó el disco, dije que
tenía ganas de escuchar “un temazo de Spinetta” y puse ‘Todos estos años de
gente’. Le digo a Dani que es la mejor letra testimonial que escuché en mi
vida, y aclaré que es la mejor que escuché. Porque después hay canciones que
las leés y no es lo mismo. Y le agregó que me parece que La del abasto, de
Luca, es mucho más fea que esta. Después fuimos a la compu y pusimos en youtube
esa canción de Spinetta, y vimos un montón de videos: en Rosario, en el
Personal Fest, en no se sabe dónde, y hasta en “La TV Ataca”, el programa que
Pergolini tenía en Canal 9 los domingos a la noche en los primeros noventa. Esa
versión es buenísima, parecida a la original del disco La La La, porque está
con Fito Paéz. Spinetta y Fito, juntos, en el ‘92 un domingo a la noche en la
televisión haciendo “Todos estos años de gente”.
Nos quedamos callados por
bastante tiempo. Un poco en pedo, otro poquito pensando. Era de día al otro
día, y salgo a abrirle. Durante todo el trayecto del pasillo a la calle no dice
nada. Abro la puerta, me saluda, y cuando me estoy yendo me pregunta qué mierda
pasó después, en los ’90. Y yo le juro que no voy a tomar más.
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