martes, 2 de abril de 2013

SIN RESPUESTAS

Ese mediodía, cuando cantaba “Muchacha ojos de papel” mientras caminábamos hacia el jardín de infantes, me preguntó: ¿Cómo se puede robar un color? Instantáneamente pensé que era la pregunta más difícil del mundo. ¿Qué le voy a contestar? Nada. Le pregunté si ese era el día que había que llevar las figuritas de los medios de transporte, si era el día que iban a jugar con agua, si quería ir a ver a Topa y Muni, y no sé cuantas boludeces más que tenían respuesta inmediata, hasta que, harto de mi pantomima, insistió: “Papá, te pregunté como se puede robar un color”. Bien, por suerte llegamos al jardín, se encontró con Valentina en la puerta, y la pregunta sobre la canción de Almendra, se rindió ante el primer amor. De todos modos, en mi cabeza, repercutió todo el día la escena. ¿Como explicarle a un niño de cuatro años lo que es el arte? O mejor, o peor, lo que sea, ¿Cómo explicarle lo que es un artista? La verdad, me parecía una perdida de tiempo total y absoluta inventarle una historia de piratas, que robaban colores a las muchachas que no tenían pies, como las sirenas, pero que en vez de colas de peces tenían pies de crayón. Y que bueno, esos piratas malísimos, les robaban las pinturas de colores a las muchachas, y que bueno, el Flaco Spinetta lo que quiso decir era que los piratas era re malos, porque le robaban a las muchachas los colores con los que pintaban cuadros de….de…bueno, de paisajes de selvas. ¿Una metáfora? Explicarle lo que es una metáfora es un garrón. Además, todavía no lo entiendo bien yo, y seguramente se lo iba a explicar re mal. Y seguramente le iban a surgir un montón de ejemplos, y se me iba a embarrar la cancha mucho más de lo que ya estaba embarrada. A la noche, mientras me preparaba para ir a escuchar y ver una serie de conciertos, la situación era esta: la voz de mi hijo desprendiéndose furiosa desde la bañera, arbitrando entre un dinosaurio y un pingüino a punto de matarse; en el habitáculo siguiente, el ruido de la pava calentando agua; por último, el violín de Jorge Pinchevski terminando “El tuerto y los ciegos”. Mi cuerpo, de espaldas al piso, estaba rendido entre estas tres habitaciones. También miraba el techo de ladrillos, ‘barnizados con esmalte transparente, semi-mate’ -frase que me quedó perpetuada en el inconciente desde que pintamos la casa-. Y encontré, por fin, el sentido de la nada. Supe lo que era la nada. Y pienso revelarlo. La nada es, por ejemplo, cuando un hijo te pregunta. ¿Cómo vienen los hijos al mundo?, Pensar que contestar eso es un problema, además de nada, es una gilada.

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